Una década después del Gran Chasco, el naciente movimiento adventista se encontraba en otra encrucijada. Pero mientras 1844 había sacudido el centro doctrinal del movimiento, esta crisis hizo que los líderes debatieran cuestiones más tangibles.

“Alrededor de 1854, el movimiento casi se desintegra porque no podía pagar a sus ministros. Allí estaba [John Norton] Loughborough, que pedía algo que comer”, dijo el historiador adventista David Trim. “Llegó a un punto que él ni siquiera podía mantener a su familia”.

Profundamente desanimados, en 1856 Loughborough, John Nevins Andrews y otros de los primeros obreros se retiraron a Waukon (Iowa, Estados Unidos), donde planearon trabajar en sus campos y ser misioneros. Pero el ambiente rural les brindaba pocas oportunidades de testificar, y el clima inclemente forzó a

Loughborough a dedicarse a la carpintería en lugar de la agricultura.

Poco después, Elena y Jaime White, cofundadores de la iglesia, llegaron sin aviso para visitar a los obreros aparentemente en falta.

“[Elena] encuentra a Loughborough y le dice en tres ocasiones: ‘¿Qué haces aquí, Elías?’ y de alguna manera la vergüenza lo hace regresar al trabajo”, dijo Trim. White se refería al profeta del Antiguo Testamento, que desconfió de Dios  y se escondió en una cueva.

“No obstante, ese es el momento en que se dan cuenta de que tienen que hallar una manera de apoyar a sus ministros, y eso significa que la iglesia necesitaba un tesorero”, dijo Trim.

Esta historia enfatiza el malabarismo que enfrentaron los primeros adventistas: aún se rehusaban a adoptar una estructura eclesiástica formal, pero estaba cada vez más claro que con solo el entusiasmo no alcanzaba para esparcir con efectividad el mensaje del evangelio.

Sin embargo, los pasos que tenía que dar la iglesia seguía siendo un tema que provocaba tensiones.

Para la década de 1840, el movimiento adventista consistía de grupos esparcidos apenas conectados mediante periódicos tales como la Revista Adventista y por esporádicas Conferencias Sabatistas, en la que los creyentes se reunían a analizar y, la mayoría de las veces, a discutir los puntos más detallados de la doctrina. “Difícilmente dos estaban de acuerdo”, dijo Elena White al referirse a la segunda de esas conferencias, que se llevó a cabo en 1848.

En 1863, veinte delegados se reunieron en un edificio de Battle Creek (Míchigan, Estados Unidos), para organizar la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día, creando así una estructura formal para el movimiento adventista. En efecto, según el historiador adventista George Knight, se necesitaría “un liderazgo enérgico, orientado a los objetivos, para formar un cuerpo de creyentes dentro de las condiciones caóticas del adventismo posterior al Gran Chasco”.

A pesar de los temores persistentes de que la estructura eclesiástica era equivalente a “Babilonia” (es decir, que favorecía la religión organizada sobre la simpleza del evangelio), líderes como los White y José Bates estaban cada vez más resueltos a hacer un llamado para formar una estructura.

La organización formal, sostenían, le daría a la iglesia los fundamentos financieros y legales que necesitaba para ser dueños de propiedades, pagar y enviar pastores, y determinar la manera en que las congregaciones locales debían relacionarse entre sí y con el liderazgo de la iglesia.

Jaime White fue más allá, y sugirió que la estructura era una medida de la buena mayordomía. En 1860, en un número de la Review, dijo que era “peligroso dejar con el Señor lo que él nos ha dejado a nosotros, y quedarnos en el asiento de hacer poco y nada”. Le preocupaba especialmente el ministerio de publicaciones de la iglesia, que quería que estuviera asegurado “de manera legal”.

El impulso para la causa surgió en los meses que precedieron a lo que sería una reunión administrativa definitoria en Battle Creek (Míchigan) en octubre de 1860. Allí, White desafió a sus rivales a que hallaran un pasaje bíblico contra la organización. Cuando no lograron hacerlo, el grupo decidió avanzar. Adoptó una constitución para incorporar legalmente la asociación publicadora de la iglesia, amonestó a las iglesias locales a “tener las propiedades de la iglesia o templos en forma legal” y escogió un nombre para los creyentes esparcidos: adventistas del séptimo día.

A comienzos de 1861, en otra reunión administrativa en Battle Creek, los líderes de la iglesia del Oeste Medio de los Estados Unidos hicieron otras tres recomendaciones, añadiendo al fundamento que habían desarrollado el año anterior. Incorporaron oficialmente la Asociación Publicadora Adventista del Séptimo Día, apoyaron la formación de asociaciones por estado o distrito, e instaron a las iglesias locales a que mantuvieran registros precisos de la feligresía y las finanzas.

John Byington fue el primer presidente de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Los adventistas del este de los Estados Unidos, dijo Knight, reaccionaron “con contundencia”, rechazando las recomendaciones y acusando a White y sus partidarios del Medio Oeste de apostasía.

White afirmó que la paralización era culpa del silencio de destacados líderes de iglesia sobre el tema de la organización, dijo Knight. Elena White estuvo de acuerdo, deplorando una falta de “coraje moral” entre los líderes silenciosos. Ella había recibido una visión donde se le indicaba que la real “Babilonia” era la confusión y el conflicto que acompañaban la falta de organización.

“En lugar de ser un pueblo unido, cada vez más fuerte, estamos en muchos lugares pero somos poco más que fragmentos quebrados, aún diseminados y cada vez más débiles. ¿Hasta cuándo esperaremos?”, escribió Jaime White en la Review en agosto de 1861.

Poco después, comenzaron a llover apoyos para la organización. En octubre, los adventistas de Míchigan fueron los primeros en organizar una asociación estatal. En los siguientes doce meses, los adventistas de otros seis estados de los Estados Unidos siguieron su ejemplo. Con excepción de algunos pocos focos de resistencia en el Este, para 1862 el avance hacia la organización parecía imparable.

Aun así, sin un organismo principal de gobierno, los líderes como Jaime White, Joseph Harvey Waggoner y Andrews estaban preocupados porque la iglesia perdería los beneficios plenos de la organización. Propusieron entonces que cada asociación estatal enviara un ministro, o “delegado”, a una asamblea general, o “asociación general”. El factor motivador era la necesidad de contar con un ministerio pastoral confiable. Si los pastores tenían derecho a recibir contribuciones sistemáticas, razonaba White, entonces la iglesia tenía derecho a un “trabajo sistemático”.

Fue así que en mayo de 1863, veinte delegados, diez de los cuales representaban a la Asociación de Míchigan, se reunieron en Battle Creek para organizar la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día “con el propósito de garantizar la unidad y la eficiencia en el trabajo, y promover los intereses generales de la causa de la verdad presente, y de perfeccionar la organización de los adventistas del séptimo día”.

Los delegados también adoptaron un acta constitutiva, una constitución modelo para las asociaciones estatales, y eligieron los tres administradores principales de la administración: el presidente, el secretario y el tesorero. Aunque fue electo por unanimidad, Jaime White rechazó la presidencia, temiendo que el cargo empañara su campaña en favor de la organización como “una apropiación calculada de poder personal”, dice Knight. En su lugar, John Byington fue elegido como el primer presidente de la organización.

No obstante, el hombre que estuvo detrás del establecimiento de un marco de toma de decisiones para la iglesia ya era una de sus influencias más poderosas. White había introducido la noción de que si las acciones y las prácticas no estaban “prohibidas por la Biblia y no constituían una violación del sentido común”, eran legítimas, dijo Knight. Esto desafiaba la interpretación estrictamente literal que favorecían los primeros adventistas.

“El apego a esa comprensión más estrecha habría paralizado en gran medida a la iglesia al avanzar a través del tiempo y las culturas”, dijo Knight.

Con una comprensión y una aceptación más generalizada de la estructura, la iglesia llegaría a estar mejor equipada para refinar su identidad doctrinal y organizarse para la misión.






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